(Después de ti)
La piel, aún viva, convive con una figura espectral que brota del interior, fusionada con ramas secas. Esa figura es también el yo: una versión consumida, deshidratada, simbólicamente muerta. Las ramas remiten a lo que alguna vez fue fértil, al deseo de seguir floreciendo aunque ya no haya savia. Es un cuerpo escindido entre lo que permanece en pie y lo que se marchita por dentro.
Esa figura seca puede interpretarse de dos formas opuestas pero complementarias. A veces parece tatuada en la piel, como una marca que permanece y no se borra. Otras, da la impresión de brotar del interior, como si el cuerpo se abriera y dejara escapar una parte de sí que ha quedado arrasada. Esta ambigüedad visual no es accidental: habla de cómo ciertas experiencias se alojan tanto dentro como fuera de nosotras. Son cicatrices visibles e invisibles. Se llevan a flor de piel y también en lo más profundo. No se sabe bien si son heridas o partes constitutivas. Lo cierto es que, una vez han aparecido, ya no se puede volver al cuerpo anterior.
… Una hormiga que no es hormiga avanza sobre el muslo. No es un elemento casual: representa la descomposición que siempre llega cuando algo ha dejado de estar vivo. La hormiga no muerde, no ataca; simplemente está ahí, como recordatorio de que incluso la entrega más pura puede pudrirse si no encuentra reciprocidad. Es la imagen de lo que queda cuando lo emocional se estanca y comienza a deteriorarse.
Y aun así, la mano sigue apretando la cuerda. Como si todavía esperara que quedara algo más dentro. Algo que poder ofrecer. O tal vez algo que rescatar